¿LEYENDA O REALIDAD?

28.12.2016 20:26

EL AJEDREZ DEL REY DE SEGURA

Mudarra, el hijo de Gonzalo Gustioz y la hermana de Almanzor, creció en los palacios de Córdoba y se hizo un hombre corpulento que gastaba bigote rojizo. Era muy vehemente y algo tartamudo. Lo apreciaban como un experto en las artes de la guerra. Un día estaba en Segura de la Sierra que era reino, jugando una partida de ajedrez con el rey. Era este un hombrecillo pálido, apto solo para la intriga, que se jactaba de sus saberes ajedrecísticos. Jugaban bajo un emparrado, en la torre del agua. El viento les traía a veces los rumores domésticos que ascendían del pueblo, los cantos de las eras y los martillos de las cercanas fraguas. La partida había prolongado sus avatares durante un día y una noche, a la luz del aceite. Al filo de la mañana, cuando el incierto resplandor comienza a revelar el mundo, Mudarra, que jugaba con las negras, movió un alfil que asestó un contundente jaque mate a su contrincante. El rey de Segura se mostró mal perdedor. Derribó violentamente el tablero dónde la ficción y las reglas enfrentan a dos ejércitos ilusorios y llamó a Mudarra hijo de nadie...

     El tablero estaba hecho de madera de nogal y tenía dos dedos de grueso. Un artífice sevillano había decorado los bordes con taraceas de marfil y teselas bizantinas. Mudarra, iracundo, tomó el tablero con ambas manos y lo estrelló contra la testa real de su contrincante. La escena que se produjo a continuación fue dantesca: el tablero y el cráneo se rompieron, sesos y sangre salpicaron los historiados tapices que alfombraban el suelo y las figuras negras y blancas despavoridas. Mudarra salió huyendo a toda velocidad hacia Córdoba. La fatiga del veloz camino mitigó su impaciencia. El palacio de su madre tenñia un huerto que daba al Guadalquivir y para regarlo una noria cuyos arcaduces eran orzas doradas. Sentados en los poyos de la noria, la todavía bella señora tomó las manos de su hijo entre las suyas y le refirió toda la historia de los infantes de Salas, sus hermanastros, que habían sido cruelmente asesinados por los moros en una emboscada en colaboración con Ruy Velázquez, su propio tio.

   Mudarra madrugó y salio de Córdoba por la puerta de Toledo. Iba en hábito de trajinante, las armas ocultas, para pasar más desapercibido. Atravesó una sierra y un valle sin río, pródigo en encinas. En las afueras de un triste poblado de casucas polvorientas supo que había entrado en Castilla: dispersó sin trabajo a un grupo de jovenzuelos que habían empezado a apedrearlo.

   Por los áridos y polvorientos caminos de Castilla buscaba Mudarra a Ruy Velázquez. Se detenía a beber en los pozos y preguntaba a los pastores y porqueros por tal caballero. Junto a un puente de piedra, cerca de Burgos, se encontraron. Ruy Mudarra tenía, con la edad, los ojos más hundidos y oscuramente orlados y el pelo escaso y gris, pero todavía era fuerte y podía manejar muy bien las armas. No pareció sorprenderse cuando Mudarra le anunció quién era y a qué venía. No lo contemplaba como a una forma humana sino más bien como a la representación de la venganza, de la justicia o del destino. dejaron a los caballos pastando entre las encinas. Apenas intercambiaron unos mandobles, cuando Mudarra acertó a Ruy Velázquez con su afilada espada entre el cuello y el hombro y lo sajó con cruel ferocidad hasta la cintura.

   Luego regresó a Córdoba. Al pasar por Alcocer se detuvo a contemplar el campo melancólico, sin un árbol dónde ya empezaban a verdear los trigos de la próxima primavera. Cuando llegara el estío habría rojas amapolas mecidas por el viento.