MI AÑORADA Y VENTUROSA INFANCIA

23.11.2017 20:27

MI AÑORADA Y VENTUROSA INFANCIA

 

 

Ya de entrada, me parece un privilegio el título de este humilde relato, teniendo en cuenta los tiempos que corren y la profunda crisis de valores que azota nuestra sociedad, pero afortunadamente, me considero poseedor de esta valiosa  prerrogativa que el destino quiso concederme.

     Nací – según relatan mis ancestros-  una fría y gélida alborada del mes de Enero del año 1.953, en la serrana localidad de La  Puerta de Segura, en el seno de una familia  austeramente acomodada. Dicho “status” social, lejos de ser fruto de una hereditaria dispensa, se basaba en la constancia y laboriosidad del digno oficio de unos sanitarios rurales –mis padres y abuelos- que supieron transmitirme el rigor de unos valores  estrictos y precavidos, que fraguaron en mi naturaleza con una solidez inquebrantable y que me asisten en todos y cada uno de los momentos de mi vida.

  Mis primeras vivencias arrancan alrededor del año 1.955, teniendo como marco la amplia vivienda del pueblo y como referente la presencia familiar de padres, abuelos y bisabuelos, que compartían la misma morada, hecho que repercutió positivamente en mi más tierna infancia, ya que aprendí a respetar la idiosincrasia de los más ancianos, al tiempo que me ayudó esa especie de “patriarcado compartido” en mi  futuro devenir.

  Recuerdo como quedaba ensimismado en ese patio rural, contemplando la presencia de gallinas, conejos y cerdos, perfectamente ubicados en sus emplazamientos respectivos, rodeados de un  bonito jardín, aderezado con rosales, margaritas, azucenas, geranios y alguna que otra especie botánica que ahora no recuerdo, luciendo todo su esplendor en las tibias y agradables tardes del mes de Mayo y como esa especie de abstracción que experimentaba, quedaba bruscamente interrumpida por la inexorable presencia de algún miembro familiar, que como si de un celoso guardián se tratase, no me quitaba ojo, pensando en una hipotética trastada infantil, como era lógico y previsible.

   Poco a poco iba creciendo fisiológicamente, al tiempo que mi  mente acrecentaba las experiencias acumuladas en estos incipientes albores infantiles y de esta forma, casi sin darme cuenta, sobrevino el nacimiento de mi hermana Charo, que si bien en unos primeros momentos me incomodó-ya se sabe, por eso de los celos y por dejar de ser único protagonista- a la larga me reconfortó, porque como cualquier niño de esta edad, necesitaba la presencia de un hermanito/a, con el que pudiera compartir mis juegos y aventuras infantiles.

  Recuerdo con especial nostalgia  distintas y variopintas situaciones familiares en función del momento del año en que se producían, pero siempre con el denominador común del agrado y bienestar.

  Así, por ejemplo, en las frías y desapacibles jornadas invernales, rememoro cómo el ocaso surgía enseguida y aprovechando tal circunstancia, cenábamos bastante temprano y una vez finalizada la misma,nos acercábamos a la reconfortante chimenea para dialogar de heterogéneos temas y  de esta forma, sin apenas darnos cuenta, se acercaba la hora de descansar, siguiendo un estricto orden cronológico ya acordado.

En el transcurso de dicha velada nocturna, recuerdo como mi hermana y yo, compartíamos el regazo de nuestros ancestros, que con sumo mimo nos acurrucaban en las frías y ventosas noches de la invernada segureña, al tiempo, que desde mi mirada de niño, observaba  como el crepitar de la leña, proyectaba hacia el tiro del fogón las caprichosas y centelleantes chispas, acompañadas de un uniforme chisporroteo, que como si de una marcha sinfónica se tratase, rompía los silencios del conciliábulo familiar, cuando estos se producían. También observaba el reflejo que la luz de la candela proyectaba en los rostros marchitos y macerados de mis abuelos y bisabuelos, imprimiendo un cierto aire de misterio y sabiduría, que me hacía sentirme seguro e indemne de cualquier posible contingencia.

Casi ensimismado en este halo de sigilo, acaecía la hora de retirarnos a las respectivas alcobas y como es lógico, mis padres nos acompañaban a los más pequeños de la casa a nuestros aposentos y como si de un ritual se tratase, nos introducían en el lecho y cuando recitábamos la última oración, el sueño se adueñaba de nuestro ser, no sin antes escuchar el silbido del viento y las gotas de lluvia entrechocar en los gélidos cristales de las ventanas, que lejos de asustarnos, a mí al menos, me producía una agradable sensación de calma, pues yo pensaba, que las paredes de mi casa, eran similares a las murallas de una fortaleza medieval, que soportaría cualquier rigor invernal, por muy severo que este fuera

El inexorable paso del tiempo, me conduce al momento en que debía de aprender mis primeras letras, a los cinco años aproximadamente y rememoro la escuela de Dª María Luisa- así era el nombre de mi primera maestra y para más señas, oriunda de la manchega ciudad de Manzanares- la citada escuela no era pública, ya que en aquella época, no comenzábamos la enseñanza obligatoria hasta los seis años, pero mis padres, llevados del lógico recelo por un pronto aprendizaje, decidieron adelantar en un año mi edad de escolarización. Dicha preceptora era muy severa e intransigente con los alumnos, siguiendo el tradicional perfil del pedagogo de la época y evoco como de forma parecida a un insistente martilleo, resonaba en mis sentidos la recitación de vocales y consonantes, que como si de una coctelera se tratase, se mezclaban en mi incipiente mente de párvulo, intentando por todos los medios posibles, de captar con mis sentidos, aquella amalgama de letras y sonidos y ¡ay de aquel que no se esforzase!, pues sabíamos con total certeza, que los palmetazos y tirones de orejas, llegarían de modo inexorable.

Escudriñando el paso del tiempo, llega el momento de mi Primera Comunión, tras un estricto periodo de  exigente y severa Catequesis-así eran las cosas en mi época- y rememoro con cierta tristeza dicho evento, pues se dio la circunstancia de que mi abuelo materno había fallecido tan solo unos meses antes y yo percibía en mi entorno dicha particularidad, pero mi madre decía aquella famosa frase de que “hay que hacer de tripas, corazón” y con toda la ilusión del mundo, me compraron mi traje de almirante de marina, para recibir el Cuerpo de Cristo.

Al finalizar la ceremonia religiosa fui agasajado con los humildes regalos de la época y mi abuela materna, preparó una hermosa chocolatada acompañada de unos ricos buñuelos, que compartimos en el patio-jardín de la casa, al que también acudieron mis parientes de Beas de Segura.

Cuando  llegaba el solsticio de verano, acudíamos los niños a refrescarnos en las frescas y confortables aguas del río Guadalimar, en un entorno salpicado de álamos y chopos, jalonados con la vegetación propia de las riberas del río, cómo juncos y cañas y allí compartíamos juegos y una serie interminable de chapuzones e inmersiones fluviales, que nos hacían sentirnos tremendamente  dichosos. Era muy frecuente la presencia de pequeños huertos familiares cerca del río, por lo que aprovechando la caída del ocaso, intentábamos acercarnos con el mayor sigilo posible a los diferentes árboles frutales para degustar la exquisita fruta con el valor añadido de “ lo prohibido”, siendo sorprendidos más de una vez por el celoso guardián de aquel vergel, teniendo que emprender una veloz huída si no queríamos ser sorprendidos y delatados a nuestros progenitores.

Transcurría el año 1.960, cuando un acontecimiento marcó mi infancia de manera inequívoca y evidente y sin desligarme del contenido de anteriores páginas, intentaré poner fin a este relato, narrando con la mayor exactitud posible dicho evento.

Con motivo de unas jornadas cinegéticas que los altos mandos militares norteamericanos cursaron a los cotos de esta comarca y conocedores de la mucha afición  a la caza de los moradores de la Sierra de Segura, solicitan y organizan una cacería de perdices en los cotos colindantes de La Puerta de Segura. En la tarde del día 29 de Noviembre de dicho año, improvisada e inesperadamente, un helicóptero de las Fuerzas Aéreas de los EE.UU. cual si fuera una gran ave de rapiña, cae verticalmente y se posa en el mismísimo casco urbano de la población ante el asombro popular. Os podéis imaginar el impacto que supuso dicho aterrizaje en la población y muy especialmente en los niños de mi época, que como si de un resorte se tratara, acudimos raudos y veloces a la ribera del río Guadalimar, para contemplar atónitos la presencia de dicho artilugio aéreo y la bajada del mismo de los citados altos mandos militares norteamericanos, que procedentes de la base aérea de Torrejón de Ardoz, fueron recibidos por la Corporación Municipal de la época. Estos jefes militares obsequian al pueblo con un emblema de las XVI Fuerzas Aéreas, cuya insignia se exhibe actualmente en los salones del Ayuntamiento de La Puerta de Segura y como prueba del inmenso agradecimiento y afectación por la cordialidad recibida, estos jefes  nos envían la banda de música de sus Fuerzas Aéreas para que amenicen las fiestas de San Blas del siguiente año 1.961.

Y con este relato, finalizo esta especie de crónica de mi infancia, ya que para mí, a partir de este momento entraría en otro momento diferente al que me refiero y eso ya es “harina de otro costal”