SILES: CAUTIVA DE LOS PINOS SALGAREÑOS EN UN PASADO NO MUY LEJANO

09.08.2016 13:39

                                  SILES:  “CAUTIVA DE LOS PINOS SALGAREÑOS”

Nadie con valija mejor provista de inteligente curiosidad para penetrar en el escenario natural de Siles que Victor de la Serna—que en sus tiempos gloriosos nos dió a conocer, con prosa esmaltada de belleza literaria—la particular idiosincracia, de muchos rincones inéditos de nuestra Patria, repletos de paisajes de relieves físicos, riquezas monumentales, recuerdos históricos y caminatas de gentes andariegas en diálogo de pensamientos y luces de amanecer por hallar en el migajón hondo y solar la raiz de nuestra grandeza de siglos.

     Uno de esos pedazos de tierra fertil, se llama Siles (del latín, sileo, callar)—acaso por estar la villa como callada o metida en un valle, entre cerros; dentro del áspero y espacioso  nudo orográfico, dónde concurren: Ciudad Real Albacete, Jaén, Granada y Murcia y que hasta bien entrado el S. XIX, fue provincia maritima de Segura de la Sierra. Dicha provincia comprendía  hasta 41 pueblos muy distanciados entre sí: desde Cazorla inclusive a Yeste; desde Alcaraz a Pozo Alcón. Y a ella, un hijo ilustre de Siles, don Juan de la Cruz Martínez (jurista, historiador, economista, sociólogo y diputado de las Cortes Constituyentes de 1.845), le dedicó sus estudios sobre “El ramo de montes arbolados de España”(Madrid, 1.855), obra importante en la que señalaba, sólo en el partido de Segura, 81 montes con 102 millones de árboles, y en total, 486 montes con 264 millones de árboles. Lástima que tan imponente riqueza se dilapidara con el paso de los tiempos, por razones de todos conocidas y que en este relato, no vienen al caso. No es por tanto de extrañar, que los escasos viajeros de la época, quedasen embebidos y perdidos entre el mar de pinos salgareños que inundaban la zona, cubriendo todos los repechos y escalones de estas sierras segureñas.Según crónicas de la época, debidamente acreditadas, se midieron “varios centenares de pinos salgareños de cinco a siete metros de circunferencia y hasta de treinta y tres metros de altura. “No es pues chocante, que estos pinares fuesen feudo predilecto de la Marina Real, que podia allí encontrar fustes para palo mayor, palo trinquete, palo mesana, bauprés y demás piezas que armaban las arboladuras de sus grandes navios; arboladuras que requerían mástiles que a los veinte metros de altura tuviesen un metro de diámetro, y cuya existencia es ya tan solo un impertinente e impenitente recuerdo historico”. Hoy día, tan solo quedan retazos de aquella riqueza forestal, que sin embargo, contribuyen a embellecer y adornar algunos rincones incomparables del entorno sileño y segureño, a modo de “discreta mancha verde” que purifica y sosiega nuestro ánimo y mente.

     Hemos de contrastar los nombres de Segura de la Sierra y Siles; aquél, de villa cimera,”águila real asentada en la ingencia de un picacho”, y éste, “lugar escondido entre la pompa verde de los pinares salgareños”. Ambos lugares, testigos y rehenes de viejas fortalezas amuralladas, ambos, protagonistas de grandes empresas militares que aún conservan su prestigio hazañoso, tanto en la Crónica rimada, como en la Crónica de los Reyes de Castilla.

     Siles reclama, por esta vez, nuestra atención. El poético acento con que la describe---al narrar las bellezas de la comarca---don Juan de la Cruz Martínez—aún hiere amorosamente la sensibilidad del lector, así: “Su venerable antigüedad, engalanada con recuerdos de Gloria y de ventura; sus árabes ruinas; su vegetación admirable y opulenta; sus tajadas y calizas rocas; sus cascadas y ricas aguas; los matices y esmaltes de los árboles y flores que por doquier crecen; todo, en fin, contribuye a dar a esta comarca un aspecto suave, ameno, singular y fantástico, que inspirando vivas, apacibles y melancólicas sensaciones, embelesa y dulcemente extasía”.

     “Siles aguarda, recatada, como una honesta beldad, que llegue a requerirla de amores el viajero. No importan distancias ni excusas vanales. El frailecico carmelitano Juan de la Cruz y el desenfadado y mordaz don Francisco de Quevedo Villegas recorrieron, acá y allá, estos caminos por los que hoy se deslizan, raudos, los automóviles, gracias, al progreso y mejora de las comunicaciones, que en esta tierra fue siempre mal endémico. La novia silenciosa, limpia, aseada, viste galas de naturaleza espléndida. Densos pinares en vuelo la circundan y pájaros trovadores riman con el murmullo apacible de sus aguas.Las miradas se recrean en las lejanías azulencas dónde recortan sus virgilinianas estampas los pastores ovejeros y los rodales verdes. Canta la paz aldeana, y allí, en aquel picacho agreste, nidal de animales codiciados de cetrería, se alza, como una oración al Altísimo, la aguja catedralicia de un árbol señero que nos hace recordar el palo mayor de una nave capitana. Y siempre, como vigía permanente, su inconfundible Peña del Cambrón, que con su meseta en la cúspide, nos invita a subir y a trepar por sus abruptas laderas, para participar de un ficticio banquete celestial, allí dónde parece que toca la bóveda del Cielo azul y diáfano”y a la que dedico este sencillo poema, a modo de homenaje

 

Casi humana en la postura,

                                                              firme en su planta y robusta

        se apoya en la tierra, con dulzura

                                                             para lanzarse a la altura;

                                                            y a su destino es tan fiel,

                                                           tan bien conoce la senda,

                                                           que no hay una rama en ella

     que, empujándole, no ascienda.